La boca sabe a caucho. El dolor, acequia insomne, riega, otra vez, los cartílagos, las laderas de la intimidad. El cuerpo se despliega como un animal excesivo: se siente, cruelmente, cuerpo, sombra del cuerpo, éxtasis y humillación del cuerpo, artefacto que convierte al fuego y a la licuación del fuego. Y tropiezan los ojos y se cuartean los pómulos y se sublevan las cosas interiores, y el cuerpo lucha por desprenderse de este mármol que desordena, de este mármol con senos y eternidad que ocupa sus pensamientos como una noche quemante, como una multitud manchada de amor. La monotonía es un esqueleto que sonríe. La monotonía se derrama en los cuencos del alma y redondea sus anfractuosidades, sin que se estremezca ni una sola hebra de su oscuridad. En la monotonía veo una plaza sin nadie, crepitante de silencio y de cigarras, cuyo polvo se levanta en tolvaneras dolorosas cuando sopla el mal, cuando pezones centinelas se allegan, nuevamente, a mis pezones. ¿Qué suscita esta metástasis? ¿Qué lluvioso poder acompaña a un aroma tan frágil? ¿Por qué se desprenden estos volúmenes malos del árbol frenético de los días?

     Una gaviota adorna, como una gárgola, el balcón de una fachada ennegrecida. Un autobús espanta a la gaviota. Un fragor sucio envuelve a los cuerpos que esperan junto a los semáforos. Y todo esto sucede mientras cruzo una calle a la que mi delirio proporciona una dolorosa exactitud. La ropa tendida ha dejado de moverse. Las moscas ya no vuelan. No oigo los relojes ni las miradas. Un prolongado aguijón atraviesa el cristal desnudo que atraviesa la carne. Empiezo a leer...