Los caballos tristes, blancos de las ganas ajadas de escapar, pasean esta noche también por el contorno de la luna, esa traidora que desapareció dejando aquí mis cuentos. Llevándose el futuro –creo- en un baúl. Claro, yo miro los caballos que sobre su contorno dejan huellas y me quedo con ese abundante picor en la cara; con esa suciedad mezcla de humo y desencanto corriéndome por las grietas de los párpados. Desde la ventana, terribles ganas de patinar sobre el rabillo de las letras, que siempre son las mismas, y subir a las grupas largas de la oscuridad y patear, y esa traidora brillante que sonríe. Y una vez limpio de tanta rutina que espera; de tanto aguante negro aquí, dejar de esconderse uno mismo dentro de las propias piernas. Pintar un garabato y una palabra distinta en la pared de un cráter.
    Estoy seguro de que cuando esté también allí, alguien desde cualquier ventana, nervioso por la incertidumbre que azuza la posibilidad de marchar, como yo, se restregará la cara contra el estropajo de la noche y, ya con un pie fuera, me regalará descaradamente guiños de complicidad. ¡Pobre iluso! Allí tampoco está la luna.