Hicimos de la ciudad un cementerio cuando talamos los árboles umbríos, cuando esparcimos el asfalto por la tierra y huyeron los pájaros del día, cuando la noche del vacío desplegó sus tinieblas por el alma de los hombres... Cuando toda la ciudad era un desierto, y las tres únicas fuentes del oásis urbano estaban prohibidas. Cuando la contaminación minaba las entrañas de los largos ríos, cuando las nubes desplomaban sus cabezas carbonizadas, cuando los niños golpeaban con sus blancos puños de impotencia los cristales de unas ventanas que no conducían a las libertades del aire. Cuando los niños orinaban en las blancas sábanas, cuando los niños lloraban o reían y sus lágrimas eran manifiestos de protesta, cuando los niños estaban pálidos y tristes, sus miradas inocentes, sus cuerpos frágiles; cuando los niños eran encerrados en jaulas de tela metálica, aseguradas contra las molestias, cuando los padres veían la televisión ajenos a escuchar el sollozo-grito de sus hijos enjaulados...

 Cuando los pájaros caían abatidos por el humo de las fábricas, cuando el cielo se hizo tierra, cuando el azul era un lujo embotellado, cuando el atardecer era una presa codiciada por el Museo de Artes Decorativas de París; cuando se exterminaron por orden de la eficacia todas las mariposas inútiles y bellas... Cuando perdimos la primavera tras las trincheras de ladrillos; fue cuando la guerra de construcción contra el campo, cuando definitivamente perdimos todo el horizonte, cuando fusilamos las últimas rosas de un largo día, cuando el miedo desplegó sus alas negras... y todos nos callamos. Cuando los grandes ojos de los niños absortos nos miraban... y todos nos callamos. Cuando el látigo del amo brilló en el aire... La ciudad creció sobre nosotros, abonamos sus cimientos con los huesos de nuestros muertos. En sus sombras murió toda esperanza... y todos nos callamos.