La infancia, incluso la adolescencia, para mí es un número limitado de fotos aisladas que al llegar a la madurez fui organizando sin una idea muy exacta del orden cronológico en que se sucedieron en realidad. Los cuatro años se sobreponen a los ocho y los doce a los quince. En la reconstrucción se imponen, más que en el recuerdo, las sensaciones: los olores, colores, imágenes de lugares, sonidos ásperos o suaves... El resultado es un conjunto incoherente en el que emergen como escollos algunos episodios recurrentes, que nosotros consideramos piezas claves para la interpretación del proceso que nos ha llevado a ser lo que somos. Y que, con el paso del tiempo, reelaboramos inconscientemente adaptándolos a la idea que nos hemos forjado de nosotros mismos.

     No recuerdo la edad. Desde luego, pasados los diez años. De mis veranos conservo sensaciones, imágenes. Posiblemente muchas infancias gozan de recuerdos semejantes. Pero no todos hemos compartido las mismas ilusiones en verano, ni las mismas aventuras. Mi abuelo tenía, junto a varios volúmenes de folletines, pequeños manuales y novelas de aventuras, una espléndida colección de la "Novela Teatral". Por eso, cuando en los veranos me iba a su casa, me gustaba leer ese tesoro incalculable. Sin embargo, cuando se decretaba la hora de la siesta había que acostarse. Pero nada impedía levantarse, con tal de que nadie se apercibiese de ello. Cerradas las contraventanas de los balcones, era fácil levantarse con sigilo, entreabrir uno de los balcones y sentarse a leer en una silla bajo un sol de justicia. Allí, a lo largo de tardes y más tardes, me leí tomos y tomos de la "Novela Teatral": Muñoz Seca, Vital Aza, Marquina; pero también Calderón, Tirso... Leía sin programa, siguiendo el orden en que estaban encuadernados. No sab a de nombres, ni de títulos. Disfrutaba encajando los personajes de las escenas, que recomponía de acuerdo con las sucintas acotaciones. Era atractivo entontrar reflejadas, directamente, sin reflexiones de autor ni descripciones de caracteres, escenas de una vida que no era la mía. Era necesario recurrir a imágenes vistas en cuadros y en ilustraciones para poder reconstruir la escena. La necesidad de suplir un ambiente, recrear la situación en que ese fragmento de vida debía insertarse, era una ventana siempre abierta a la imaginación, libre de una guía que forzara mi propia interpretación.

     Creo que aprendí a leer con el teatro. Y todavía ahora, cuando tomo en mis manos una novela, me sorprendo imaginando cómo se comunicarían en escena los personajes cuya identidad se revela por procedimientos no teatrales, sino narrativos.