En el trasfondo negro y sucio de la tierra vi un punto radiante, del tamaño de un plato pequeño. Brillaba tanto que era imposible que perteneciera a esa materia terrosa de la que proceden todos los objetos. Cuando levanté los ojos, por encima de los tejados de las casas, vi el cielo con el mismo esplendor. No pertenecía a la tierra. Aquella cosa que brillaba era el cielo reflejado en el trozo de un espejo roto.

     El reflejo. Un fenómeno tan despreciado en el arte que se rebela contra el naturalismo.

     El hombre que se vio por primera vez reflejado en la superficie de unas aguas tranquilas, debió sentirse iluminado.

     A pesar de los consejos de los surrealistas y de la gente que se abandona a su fantasía, no penetremos en él bajo ningún pretexto, no atravesemos la superficie del espejo. ¡Permanezcamos delante! ¡El reflejo en sí mismo es un milagro! Encierra en sí un secreto del mundo. Como si la realidad, habiéndose separado de sí misma, hubiera sido encerrada como en una prisión o también, como si hubiera sido introducida en la tumba. Como si ya no perteneciera a este mundo. El imposible acercamiento entre la vida y la muerte se cumple. Juntos. Claro, que en la ilusión de una puesta en escena. Sensación de alcanzar la eternidad. Mientras se sigue vivo.