Qué hacer ahora que nos hicimos payasos como una burda imitación de los juegos de la infancia, cuando la espada de madera que nos construyó el abuelo nos golpeaba, sin que supiéramos que era el filo de la vida.

     Qué hacer ahora que estamos detenidos en la última imagen de la humedad del ojo, esperando el regreso de los perros infinitos que ladran con un doble nudo en la esperanza, rumbo al lugar donde mañana recogeremos lo que nos toca de locura.

    Cuánta herejía en el costado del sol y de los hombres, cuánto polvo colmando los rincones y las tejas de la casa, donde antes la lluvia bendecía con sus cauces de agua el cuento feroz de los ahorcados, y las historias de fantasmas que con un hilo de voz nos decían los mayores al anochecer.

     Cae sobre las casas y las calles enfangadas el primer mordisco de la noche, y ahí está mi padre sentado en la ventana alta, moldeando la herramienta que detiene el tiempo, conjugando un mínimo y cómplice solsticio para la próxima estación de aves migratorias.