Cuarenta días y cuarenta noches pasó Jesús en el desierto. La arena, la luz cegadora del sol, un horizonte que desaparece más allá, al fondo, como tragado por la blanca palidez de un espacio sin límites. Después sintió hambre. Y entonces fue tentado por el diablo.

     El rey de Malía, Filoctetes, fue abandonado en la isla de Lemnos poco después de iniciada la guerra de Troya. Permitidme que imagine esa isla como un desierto. Por la arena que la cubre, las dunas, la delicadeza de un ocaso amarillo: por su radical abandono. Filoctetes había sido herido en un pie por la mordedura de una serpiente y sus yagas despedían un hedor insoportable. Como apestado fue abandonado en aquellas playas y como apestado sobrevivió. Llevaba consigo el arco de Heracles, que le dio de comer, y se refugió de la violenta desnudez de ese espacio desierto en una mísera cueva. Mucho más tarde, Ulises y Neptolomeo llegaron a buscarle. Y es que los oráculos habían vaticinado que sin el arco de Heracles no se conquistaría nunca la ciudad de Príamo.

    Jesús y Filoctetes y el desierto como el incómodo paraje que atravesar para cumplir el destino que un extraño hacedor tiene escrito sobre las páginas del tiempo. Porque Jesús dejó en la estacada al diablo tras resistir las tentaciones que éste le tendió, y regresó a Galilea. Luego vagó de un lado a otro, anunció el Reino de Dios, se enfrentó a la modorra de su tiempo y fue crucificado. También Filoctetes dejó la isla de Lemnos. No progresaron las argucias de Ulises, y Heracles bajó de las alturas. Le anunció que Asclepio curaría su pie herido y que las flechas de ese arco, que le había dado de comer, superarían los muros de la ciudad sitiados y acabarían con Paris. Que Troya sería destruida y Helena recuperada.

   Jesús, Filoctetes y el desierto. Y más tarde, cuando las hojas del calendario se han caído ya para arrastrarnos hasta estos tiempos, me vuelvo incómodo con todo el equipaje del hombre moderno y descubro que habito también sobre las blancas arenas de un desierto desnudo y que mis ojos sólo encuentran, como referencia, la silueta de un horizonte vacío. Sí, con todo el equipaje en el que se alojan las conquistas de veinte siglos, pero, igual que aquellos, sin asidero alguno. Sólo la impresión de habitar un espacio fuera de la historia, como si hubiéramos resbalado y caído del tiempo, a pesar del vértigo de la velocidad, de los recursos de la técnica y de las máquinas ésas que nos prometen conquistar la perenne gloria de las estrellas. Un desierto, pero no hay diablo que ronde por las cercanías para tentarnos con el infierno. Y si sobrevivimos, lo hacemos sin arco ni flecas de Heracles alguno: sobrevivimos por rutina.

   Este desierto entonces, el de aquí, el de ahora, ¿es tránsito o condición? La cruz de Jesús, con demasiadas anécdotas ya sobre las espaldas, se ha convertido en “souvenir” que comprar a la puerta de las iglesias. El mundo está atestado de guerras, pero no hay una Troya definida que conquistar. La imagen del holocausto parece el signo de los tiempos: de sus cenizas quedará la silenciosa memoria de las piedras, para transmitir a la posteridad testimonio del reino efímero de los hombres. Jesús, Filoctetes, todos los demás, y nosotros. Sin Troya ni cruz como promesa, sucede que el desierto que habitamos no es más que el paisaje que revela nuestra condición; no hay nada detrás de este hambre que se padece, ni habrá Asclepio alguno para curar las heridas de nuestros pies apestados.

    Sin embargo, tanto Jesús como Filoctetes son nuestros prójimos y si el desierto define nuestra condición, por fuerza habrá de definir la suya. Las dunas, la sed y el hambre, el pie herido y el arco para sobrevivir, la luz que se cae sobre el mundo y que descubre un paisaje sin relieves. Pues también ellos vivieron expulsados del tiempo y, como nosotros, se supieron tragaos por la inmensidad de un horizonte que devora cualquier aspaviento hasta reducirlo a nada. Tal vez por eso el desierto –en el principio de la vida de Jesús y al comenzar la guerra de Troya-, sólo para subrayar que no es otro el paisaje que nos constituye. Y que el ruido de la guerra, por tanto, y todas las peripecias que culminan en el Gólgota, son nada más que sueños que produjeron la arena y el sol, la luz incansable, la sed y el hambre. Ficciones para engatusar a la muerte. Que el desierto, en definitiva, no es una estación del recorrido, sino el recorrido entero. Y que entonces, como ahora, no hay más que la imaginación para devolvernos la gracia del movimiento y el placer de los relieves. Sólo ella para derrocar a la muerte. Colgados sobre un madero o disparando las flechas de un arco contra la fortaleza donde permanece Helena: la belleza que nos robaron.