Hoy, amor, que no has querido acompañarme, he visto tu cuerpo en el escenario con toda la ternura que desprendes. La belleza de la iluminación en la escena, el espacio abierto, sucinto para envolverlo con tu aliento, me ha hecho recordar la sencillez de las caricias que como enamorados cuajan nuestros encuentros. Creía con torpeza que sólo poseíamos el secreto de la entrega, pero he encontrado a los intérpretes de nuestro amor con expresivas muestras de cariño. Su ejercicio de amor, sin el pudor que tanto molesta, suscita nuestro mundo de sensaciones.
El concepto de teatro moderno, sin el rigor al que obliga la concepción clásica, pero en el uso medido de su técnica bien ejecutada y lleno de las provocaciones que los probos llaman lujuria y los poetas locura, embriagan el ambiente, como tu cuerpo lo hace conmigo, con una ténue música casi mística, envolvente, que sirve para sostener una voz dulce y tentadora de ecos gregorianos. Pero la ternura a veces es desgarrada por la violencia que emana la pasión. Una pasión abrumadora y elemental.
Y así, una riada de guijarros cae cubriendo la escena sobre la que los cuerpos se unen sin daño alguno, o una profunda sima que se abre a sus pies formando un pozo visible, en cuyas aguas se pierden los cuerpos, como en tu sudor yo me anego. De repente se rompe la magia amorosa, cuando alguien corta la secreta armonía con palabras que suenan a hueco, a jolgorios de comadres. Son momentos de distensión, como cuando tú te bañas.
La solemnidad de la puesta en escena, cercana al rito, a la pura teatralidad, al efecto, a la sorpresa, como cuando tú te arreglas cada tarde. Todo está presidido por una enorme cruz donde yace un Cristo indefinido, patético y sensual. Te aseguro, amor mío, que de haber estado aquí esta noche, también habrías aplaudido con fuerza, porque verse reflejado en la hermosa sencillez es cosa que los artistas suelen hacer para su goce y el nuestro.