Escribió bellos nombres,
hizo versos distintos,
habló de la ciudad,
contó del aire y esas
flores ambiguas de su tierra.
Puso en orden palabras
sin doblez, muy verdaderas,
palabras en la luz.
Y ya con todo,
a golpes de vida y de dolor,
vertió su sangre en versos
nunca circunstanciales,
que pudiesen darle
dineros, no la gloria.
Mas llegó un jurado,
impecable y perfecto,
fuerzas vivas de la localidad
-frustrados vates,
aquel mecenas prócer-
que, con gruesas gafas,
miraron los poemas
como en un microscopio.
Y, después de alabar tópicos,
tantas disquisiciones,
pensamientos vanos,
dedicieron,
sesudos,
conceder aquel premio
a Fulano de Tal,
amigo de unos pocos
y, en verdad, deleznable.
Obviamente,
del pobre diosecillo
que torpe acariciaba
su falaz nombradía,
la prensa habló. Entrevistas,
los datos sinuosos
del genio laureado.
Su ficha bibliográfica,
consistente en ser nadie...
Y otros Juegos Florales
volvieron a gritar
en los trajes de seda
festejantes del éxito.
En tanto, el buen poema,
que a las monedas solo concurría,
lloraba en un papel.
Atento al teléfono,
o de algún "se me ese",
aquel bardo mendigo
que al verso verdadero puso en venta,
sabida la noticia,
en su fracaso se vio feliz.
Alegre de ser pobre
-y de seguir siendo rico-,
les dio las gracias
y se miró al espejo
contento de no hallar
sobre su cara el halo,
ese que dicen,
de las prostitutas.