Y los muslos remontan los muslos. Y se apresura la sal de la lentitud, que recojo con la lengua temblorosa. Y la lengua atraviesa la lengua y el acero. Y el cielo es manos, y aquello en que se posan las manos. Y los dedos son hambre.
(Tú me has hecho sentir cosas que no había sentido con nadie.)
Y los muslos, enzarzados, alcanzan la médula del instante, la lápida de lo nunca sido. Y los ojos lamen y saquean y penetran en lo oscuro. Y la blusa cae. Y el aire cae. Y los vientres se levantan y caen y se levantan y se enceguecen de mucosas.
(Sólo con oírte al teléfono me humedezco)
Y el silencio alcanza el límite de la saliva, y lo acaricia. Y las formas intercambian sus centros, se desnudan de escamas y escaleras, hasta que ya no sé dónde están mis brazos, el pene aturdido, la península de los sueños, los nombres.
(Esta tarde no te pongas nada debajo.)
Y cae la piel, que descubre sus sabrosos barrizales, sus diamantes escondidos, y se vuelve a incorporar, como una ola del yo, como una murmurada cadena.
(El yo es quebradizo, depende de una mano que alza el vuelo y el orgasmo, y que se convierte en nuestra mano.)
Y la piel, al caer, es más piel, más concentración de baba y piel, más pureza agolpada o ebriedad de dientes. Y encuentro dureza en el pudor y en las entrañas, donde bate un viento espeso, palabras que arañan y gotean, hendiduras coléricas, zumo entreabierto.
(Me gusta esta urgencia, significa que me deseas.)
Y todo se desmorona en un golpe rojo, en una sucesión de espasmos que burla al tiempo y deshace el conglomerado de los días, en un hueco voraz en el que me arrebujo para saberme cosa, nada, dios, brizna poseída por el mundo, o alimentada por su demolición.