A la carne se va por mil caminos. La música predispone los sentidos, y en la penumbra del burdel se fragua el destello del cuero y el acero. Allí las putas más hermosas, acuden cabalgando el caballo que habitamos. Temes la brasa de sus bocas, enredar tu cintura en sus caderas, donde el barro y la calentura se evidencian: rodar en la moqueta, follar en los servicios. Porque la carne nunca permanece. En esa hoguera efímera te consumes y, aunque sospechas que la sed no tendrá fin, ya buscas el borde de los vasos: porque el brocal de tu pozo solo repite la senda oscura de tu nombre. Pero todos venimos de provincias donde reproducimos a escala estos antros, estos burdeles... Y nos falta el aliento de Dionisos, esa consagración que engalana la podredumbre de ceremonia. En provincias carecemos de egregios filósofos perversos, y ya Dionisos revela el destino del acólito que pretende divertirse sin pagar el óbolo del más dulce calvario.
Quien se mofa de la orgía no ha de atravesar incólume la frontera prestigiosa de la noche, porque sus porteros son celosos y no perderán la ocasión de desvirgar a ese atrevido. Porteros que son bacantes disfrazadas pues, ¿acaso no es posible desterrar el nazi que desde dentro nos hostiga, una vez que el amor nos condujo a este lecho a solas, donde antes y después de nuestro espasmo preferimos la solicitud de la ternura? Allí la estación final ya no es una cripta que alquilan como catacumba los modernos cristianos, celosos del goce a costa del nuevo sacrificio.
Penteo rasgó su velo, atrevió la hondura de la piel violado por los que se agrupan bajo el pabellón de lo fugaz. ¿Con qué argumento los espantas, con qué piedad te lames luego las heridas? Ellos son su propia grey, te han marcado la nalga con su fuego. ¿Qué queda de ti sino arrastrarte, reptar las rampas moradas del teatro, ofrecerte como víctima propiciatoria de ti mismo? Hay un estadio pusilánime sediento de tu esperma. La nueva educación sentimental pasa por la academia del prostíbulo. Dinonisos ya tiene su venganza. La verdad que se alcanza en este instante quizá compense de las estaciones que se quedan atrás pestañeando. Nos palpamos el sexo siempre solitario en los furgones de cola de nosotros mismos, sin alcanzar jamás el jubileo de un amor estable en el mismo recinto del deseo.