Cuando todos en la Corte creían que el Caballero Fortimbrás iba a resbalar, en la artística pirueta con la que dio por finalizada la elegante y novedosa coreografía con la que había adornado su danza con la bella Florinda en el concurso anual que, en cada inicio de Primavera organizaba el mismísimo Rey Sol, apoyando todo su peso corporal y el de Florinda en los llamativos borceguíes de piel de camello que para la ocasión le había fabricado Rocamadour, famoso zapatero de atrevidos e innovadores diseños, mantuvo en el aire a la grácil dama por unos resistibles segundos. Todo finalizó con un estruendoso aplauso que premiaba la destreza mostrada por la pareja de una manera más entregada que a los anteriores participantes del "Concurso Ababol" (así llamado por el magnífico trofeo en forma de esa extraña planta, que se entregaba al ganador).
Y es que cuando Rocamadour confeccionaba unos borceguíes por encargo, lo hacía con tal entrega personal en ello que su creatividad se superaba en cada caso y, el del heredero del Chatêau de Calandrama merecía la pena su especial dedicación; no en vano, el padre de Fortimbrás (el marqués de Fontaneda) había lucido como nadie en la Corte parisina los más elegantes borceguíes que jamás nadie había portado. Ni siquiera Su Graciosa Majestad, Luis XIV, había sabido calzarse con tanta destreza un borceguí en cada uno de sus pies: un minúsculo 32 impedía a los zapateros reales cuadrar una horma tan pequeña para sus botines.
Finalizado el baile, por orden real, Landó, el bufón, anunció la degustación de licores y dulces a los que la raíz del ababol (planta que abundaba en los jardines versallescos por aquél entonces) daba mil y un usos. Todos pasaron al Salón de los Espejos donde, tras retocarse con mimo su peluca en buclemanía, el Rey Sol dio la orden para iniciar la degustación gastronómica.
En un abrir y cerrar de ojos, Fortimbrás y Florinda habían desaparecido del Salón y su ausencia pasó desapercibida por el resto de cortesanos, enfrascados como estaban comiendo a dos carrillos y bebiendo las delicias que les servían los mayordomos. Fortimbrás, mientras tanto, mordía con delectación el cuello de la dama de sus sueños; ese perfume a cerezas silvestres que desprendía la blanquísima piel de la joven, enarbolaba al heredero de Calandrama obnubilándole de deseo.
Su Majestad, Luis XIV, había excusado también su presencia un instante en la merendola, pues los picores que sentía en su indisimulada alopecia (aunque más bien eran debidos al enjambre de piojos que su larga peluca blanca albergaba), le obligaron a entrar en el retrete para, con la ayuda de su fiel Lisardo (especialista en potinques y perfumes por su innegable homosexualidad), embadurnar su calvicie con el ungüento que su asistente personal le había compuesto a base de hojas de ababol, semillas de azucena y un toque de aceite de ajonjolí. Todo en pos de la figuración y las apariencias pues, aunque el rey había tenido amplia descendencia, también se decía que cojeaba un poco y que del lirio real poca simiente podría salir ya. Pero esa es otra historia...