Aquí, aquí, aquí,
donde el viento transforma
las goteras del tiempo
que marcan tu ausencia
para volver a empezar.
Lejos, en la distancia,
los recuerdos se agolpan
en infinita cadencia,
ilusiones perdidas, amor desgarrado.
En mi prisión, ¡oh tordo!,
quiero cantar contigo,
aunque nada conmueva,
o llegue hasta mi alma
como provocación o hastío.
Sólo los viejos árboles perdonan
a quien pide auxilio
cuando la justa muerte haga caer
las negras plumas de este denso ramaje.
Pero aquí, entre estos árboles,
me confieso a mí mismo, yo
el del oscuro fuero, yo
ceniza, viento, ceguera y relámpago,
yo impiadoso y desnudo,
debí morir un día
cuando la noche atisba y desentierra
los antiguos secretos,
bajo la luz del ángel que, piadoso,
ejecuta los deseos de quien,
tras largos años ha olvidado
los nombres y las máscaras
de lo que fue nombrado.
Aquí, bajo estos árboles añosos,
mi alma desnuda quiere cantar,
una vez más, y urge al tordo
en mi garganta, sediento aún
de las nacientes gotas de la aurora.
Aquí, mi alma inconfesada
canta la confesión de la melancolía,
la muerte lenta de la llama
y la sed de absoluto que contiene
la tierra que hace aleve su canto.
Aquí, donde también fue
un mirlo el que bajó del cielo
los cantos que cantara
y se extinguen ahora
sobre la tierra cálida,
que apenas soporta el peso
de tanta muerte grávida.
Asociado a la muerte vas conmigo
viendo cómo se extinguen
los impulsos que hacen brotar la vida.
Tú, misterioso pájaro que aún
pones luz a mis ojos, y a mi boca,
quédas, murmurantes palabras
que zozobran como el rocío
del huerto madrugado.
Muerto, y por siempre enterrado
mi corazón en tu visión cogido,
pide preces mi oído
y, a mi labio sediento,
por la condena oscura ya apagado,
ni una gota le llega.
¿Qué voces, qué palabras
hemos callado, traicionado?
¿Qué alba no fue alumbrada
cuando incipiente aún,
paria de todo edén y toda gracia,
tierra sacando de su oscuro designio
el valor de los nombres,
para que ahora aquí, convictos,
veamos pasar la vida sin que
la ola llegue a nuestros cuerpos?
¿Acaso no fue un azar tu canto,
no se hizo de vientos y tu color oscuro
no se quiso duelo de tantas
madrugadas insepultas
que aún esperan la tierra?
Aquí, en mi corazón un día,
sin horas desterradas,
esperas caer
entre las secas hojas del estío,
gritando
debí decir los nombres y grabarlos
para espantar la muerte
y dar rostro a los ángeles.
Debí haber vivido la osadía
de ser sin nombre y sin espacio,
sin techo ni morada de los nombres,
hasta quedarme mudo como tú,
en esa otra primavera vasta
en donde nunca es tarde,
y es tarde hoy,
para mí o para ti,
a quien ya nadie escucha.