Ana me dejó. La quería. Sufrí. Ay, Ana. No sabía qué hacer. Me paseaba de un lado al otro en el piso de Avenida Libertad. Y el piso es chico. Me sentaba, caminaba, volvía a sentarme, lloraba antes de dormir.
Estaba en la hoja del periódico que envolvía la lechuga. Así llegó a mis manos el Sudoku. Me llamó la atención la cuadrícula, junto al horóscopo. Muchas casillas vacías y algunos números. Fue raro: no hizo falta leer las reglas. En la cuadrícula de diez por diez, había que completar las casillas de forma tal que en las columnas y filas aparecieran, sin repetirse, los diez números del sistema decimal. Había tres niveles: fácil, medio y diabólico.
Me obsesioné. A la semana, ya dominaba el diabólico. Como los del periódico no me bastaban, compré en una librería una revista de Sudoku, que venía de Italia. No era cara. La liquidé en un fin de semana. Mi cerebro vomitaba las series numéricas con una agilidad que me sorprendía. Ana se fue borrando de mi mente, pero supuse que reaparecería si dejaba el Sudoku. Volví a la librería y compré más revistas.
Los recuerdos que tenía de Ana se fueron mezclando con los números en mi cabeza. Ya no distingo su hermosa sonrisa de un tres, o una suave caricia de un ocho. Y mis días se fueron haciendo más livianos: siete y cuarto suena el despertador, tres minutos de remoloneo, ocho pasos hasta el baño, sesenta y cuatro cepilladas maxilar superior, sesenta y cuatro maxilar inferior, hervor del agua en seis minutos a fuego mínimo, a las siete y treinta y ocho ya sobre la bicicleta, mil quince pedaladas hasta el semáforo de la avenida, veinticuatro segundos hasta la luz verde, ciento veintitrés pedaladas más y llego al restaurante a las ocho en punto.
Ayer murió Ana. La atropelló un coche. No lloré ni una lágrima. Y eso que la quería como a nadie. Justo ese día batí mi récord: un diabólico en seis minutos y tres segundos.