En estas bibliotecas tan infinitas como hace milenios lo fue la de Alejandría, añorada Nerea, ¿dónde quedarán estos versos? Es decir, ¿en qué diminuto estante de una más diminuta sección de la biblioteca más extensa del universo mi único libro de poemas que escribí para ti?
Y mi nombre, ¿quién acaso lo recordará cuando la velocidad de la luz, en un archivo igualmente sólo de luces, alguien pase sin siquiera teclear nunca el título de este poema, iluminado o indiferente, por alguna línea pasajera?
¿Y quién será por casualidad el pasajero virtual que ojeará al azar en una pantalla de ordenador, alguna vez en el año 3492, aquél perdido libro mío y mire, despreocupado quizás, lo que escribí pensando en ti? ¿Quién recordará que hace miles de años tú me inspiraste y compuse estas palabras hechas de amor, mi dulce, añorada Nerea, subido en los muros de otra Babilonia, una tarde a mediados del año 1990?
¿O en qué se convertirán todas estas líneas que quizás no fueron escritas por mí, sino por el poeta Aikú Zen, cuando él no era todavía un monje y no yo, loco poeta y amante somnoliento, quien realmente imaginó todo este poema pero que nadie, nunca, leerá? Como aquél otro poeta ciego y aún joven cuando se le oscureció la realidad, llamado Jorge Luis Borges, quien decía éramos imaginados por alguien o tal vez él se hizo pasar (en el futuro) por todos los poetas antes de él y también por mí mismo?
Pero ¿quién sabe si aquél joven poeta que escribió un epigrama para una tal Nerea durante la amargura del exilio, hace miles y miles de años, fuera yo mismo y ahora, a través de una realidad virtual, recreada miles de años después, yo te lo vuelvo a escribir únicamente para ti cuando ya no hay amargura ni exilio alguno, añorada Nerea?