LA BUHARDILLA DE TÍA MAITE
De: Vicente Ruiz Raigal
1. El lunar.
Desde aquella tarde nada fue igual con Teresa. Habíamos perdido la inocencia para dar paso a un deseo desbocado, a una atracción fatal que, inevitablemente, nos llevaba, cada tarde a las siete, a la buhardilla de la casa de Tía Maite donde, con una liturgia que se repetía una y otra y otra vez, yo le desabrochaba la hebilla del sujetador sin ni siquiera quitarle la blusa. Ella se dejaba hacer convencida de que, tras el ritual, mis besos se dirigirían a esa zona entre la nuca y el hombro derecho donde (lo comprendí casi en la tercera sesión de nuestros encuentros a hurtadillas) se concentraba ese punto de inflexión en el que ella, transida de placer, caía en mis brazos, entregada en un trance que nos acercaba a ambos al éxtasis.
Teresa tenía un gracioso lunar en la rabadilla y yo, fetichista de los minúsculos detalles pese a mis escasos 19 años de edad, me concentraba en lamerlo con delectación hasta la saciedad. El vello transparente que le cubría esa zona se erizaba como una diminuta selva tropical, y el cosquilleo me llevaba a una excitación extrema que ella aceptaba con unas suaves caricias sobre mi pene en el límite ya de su grosor. Pero éramos conscientes ambos de que todavía quedaba tiempo para que nuestros cuerpos se fundieran a través de los sexos humedecidos; nos gustaba ese sufrimiento de la espera, pues la saliva de nuestras bocas enardecidas desbordaba los pezones de ella y mis orejas...
El habitáculo de los tesoros olvidados de Tía Maite hervía por momentos. La temperatura en esas tardes de agosto era como la de un baño turco, pero nuestra sofocación se centraba ya en perfectos "sube y baja" que Teresa fue mejorando conforme avanzaban nuestros "vis a vis" pactados en silencio y yo, que nunca hice ascos a nada que supusiera un descubrimiento en mi vida, horadaba con mi lengua ese centro angelical cuyo néctar plateado resbalaba por mis labios trémulos de placer.
Así nos fundíamos en abrazos infinitos, en una posición horizontal tan placentera (boca arriba yo y boca abajo ella), que nos mantenía como monjes tibetanos ausentes del mundo, en medio de una incesante sinfonía de gemidos y monosílabos en la que ella transfiguraba su rostro cautivador mientras su pelo negro acariciaba mis muslos.
Luego, ella se dejaba caer hacia un lado como derrotada por tanta pasión, y sus pechos turgentes, rematados por dos negrísimos dardos puntiagudos, concentraban todo mi interés en masajearlos salvaje, pero controladamente, mientras mordía esas dos bellotitas maduras que alcanzaban, sin apenas esfuerzo, los dos centímetros... Y ya sí, tras más de una hora de placentero juego erótico, nuestros corazones bombeaban a ritmo frenético, los fluidos resbalaban nuestra piel y, con una maestría inverosímil para una chica de apenas 18 años, Teresa colocaba con su boca un preservativo amarillo sobre mi electrizado mástil que se introducía en su gruta sin apenas dificultad, tal era nuestro grado de excitación.
Veinte inmensos minutos más dentro de ella dejaban el jergón del pecado que cada tarde ocupábamos con más y mejor entrega, inundado de sudor, y nuestros cuerpos, relajados y sensibles a las caricias, permanecían unos minutos más boca arriba, uno al lado del otro, como agradeciéndose las atenciones y mimos que cada uno había recibido. Era una estampa onírica digna de plasmarse en el estudio de un pintor.
Recuperado el resuello, así, desnudos y satisfechos, bajábamos al patio trasero del caserón donde pasábamos los veranos con nuestras familias y, entre risas y caricias, nos mojábamos con la manguera que, conectada al pozo, limpiaba nuestros cuerpos con un agua fresquísima que nos hacía retozar de nuevo, esta vez empujados por la más que posible intromisión en la escena de alguno de nuestros familiares; pero como nunca se dio el caso, el coito acuático con el que cerrábamos nuestras tardes de pasión era, pese a su escasa duración (en apenas 10 minutos volvíamos a conectar toda nuestra pasión), un maravilloso final a esas tardes con Teresa en el campo.
2. La barriguita.
Pero aún nos quedaban las noches. Jueves y sábados acostumbrábamos a bajar al pueblo donde los jóvenes del lugar organizaban sus reuniones alcohólicas, esos "botellones" que ya inundan toda la geografía nacional en un mapa del ocio juvenil tan adulterado como necesario en estos tiempos que vivimos, huérfanos de ilusiones, castrados hasta la saciedad de esperanzador futuro para nuestra generación. Así que allí nos concentrábamos con los primos Luís, Mercedes e Isabel que tenían algunos amigos en el pueblo. Y siempre, nuestro reloj sin horas nos llevaba a perdernos unos instantes de precisa coreografía del deseo para sofocar de nuevo la atracción sin límites que sentíamos...
Mis caricias, en estas horas nocturnas, se volvían entonces aterciopeladas, casi "tántricas", pues nos tocábamos apenas en un repertorio de palabras y arrullos que apaciguaba el deseo manejando a su antojo los profundos besos que Teresa disponía sobre mi boca, cuello y orejas, mientras yo la atraía contra mi apretando sus duros glúteos y comía con ansiedad la negra aureola de sus pechos para, antes de que el frenesí nos perdiera de nuevo en un callejón cuya única salida era el salvaje coito, terminar de un ansioso trago el vaso de cubata y volver con la pandilla pensando en la siguiente tarde en la buhardilla donde (quizá por eso cada día eran más maravillosos los encuentros) desbordaríamos en torrente la contención de la noche anterior.
Sí, en aquellos años agosto fue para mi un mes instable pues, cuando sus tormentas escaseaban, las nuestras convertían las vacaciones en un creciente temporal. E mi siempre activa filosofía del deseo, Teresa se convirtió en esa musa que entendía y controlaba mis impulsos, cambiando mis oscuros deseos en placeres infinitos. Su pelo, negro como la noche, su risa encendida y su sabor a futuro, transformaron en arquitectura de vanguardia el simple boceto de amor que yo había diseñado como pasatiempo veraniego. Decidimos mantener la relación más allá del verano y, durante el curso siguiente, nuestros encuentros culminaron en un noviazgo a todas luces necesario, irresistible y rebosante de sexo pasión que aún hoy, cuando han pasado 14 años, mantiene intactas las caricias los besos que, con la edad, hemos convertido en indispensable alimento para nuestra particular escenografía del deseo.
Ahora Teresa ha cambiado, su figura se ha vuelto más redonda, pero esa barriga hinchada la hace más atractiva y deseable para mí. El contacto con su piel tirante me excita sobremanera y ella, con dificultad pero con destreza, me inunda de mimos y suaves caricias...
Si nuestro retoño saca el mismo interés sexual que sus progenitores, la aventura veraniega que comenzó hace años en la buhardilla de Tía Maite continuará mientras las tardes de agosto sigan difundiendo el perfume del amor que nos hará eternos.