Somos las tinieblas en el ardor del día, las desenraizadas flores en el aire, la frescura. Somos el agua posada en las hojas en presencia de la muerte. Nuestro sol, cuyo intenso calor nos arrebata... Nos confundimos con el corazón de la rosa, hija de la belleza. Somos las criaturas del verano, el aliento del anochecer, los días, cuando todo puede esperarse. Somos la irretornable sonrisa del ausente vislumbrada en las hojas del estío, aquél sol y sus desdeñantes luces falaces.
Quisiera expresar este recuerdo... pero ya se ha extinguido... como si no quedara nada... puesto que lejos, en mi primera adolescencia, reposa. Una piel como hecha de jazmines... noche de agosto (¿Era agosto?) Noche... Apenas recuerdo ya los ojos; eran, creo, azules... ¡ah, sí! De un azul zafiro.
Recuerda cuerpo no sólo cuánto fuiste amado ni tan sólo los lechos en los que te acostaste conmigo, sino también esos deseos que para ti, claros, brillaban en los ojos y temblaban en la voz y los frustró un fortuito obstáculo. Ahora que ya todo yace en el pasado, hasta casi parece que te entregaste a esos deseos, recuerda cómo brillaban en los ojos que te estaban mirando; y cómo temblaban en la voz para ti, recuerda cuerpo.
El cuarto era pobre y ordinario, oculto encima de la equívoca taberna. Por la ventana se veía la calleja, estrecha y sucia. Desde abajo llegaban las voces de unos cuantos parroquianos que se divertían jugando a las cartas. Y allí, sobre vulgar y humilde lecho, fue mío el cuerpo del amor, y poseí los labios voluptuosos y rosados de la embriaguez, rosados de una embriaguez tal que incluso ahora, al escribir ¡después de tantos años!, en mi casa tan sola, me embriago una vez más.