La niña pelirroja, de cinco años aproximadamente, daba vueltas y más vueltas eufórica porque montaba en un carrusel de feria. Era de noche, el pueblo, enclavado en una hondonada de la sierra castellana, parecía un platillo volante de una película de género. En las barracas, los perdigones chascaban con precisión los palillos que sostenían chupa-chups y los novios sonreían amartelados la espera cómplice del apareamiento bajo el manto de estrellas que se avecinaba.
Dafne, que así se llamaba la niña, giraba ausente en el carrusel de feria, montada a horcajadas sobre un estupendo y airoso alazán negro. Le seguían en esta suerte de gran parada obsesiva y superreal sus primitas que basculaban histéricas en hipopótamos amorcillados y jirafas que miraban con la persuasión de personajes de Disneylandia.
Las inflexiones de la música provocadas por las diferentes y complicadas atracciones hacían que el valle, visto desde lejos, pareciera una consagración o un ritual de algún pueblo precolombino.
El carrusel giraba egocéntrico y vicioso mientras una pareja de guardias hacía la ronda con la indolencia de un comedor de pipas. Tres mugidos de vaca fueron suficientes para que todos los animales capturados por Noé se ralentizaran y quedaran estáticos mientras los niños, entre alborozados y drogados, saltaban como por un resorte del cacharro infernal.
Pero Dafne, la niña pelirroja y con pecas, yacía inerte, lívida como la cera, bajo las patas del estupendo garañón negro, no se sabe si muerta.
Tres días después, habiéndose batido entre la vida y la muerte, Dafne, la niña pelirroja de cinco años, recuperó la consciencia. El médico informó a sus padres y a sus primitas del diagnóstico: Dafne permanecerá ciega para el resto de su vida.
Quince días después se supo por la prensa la causa del terrible accidente.
Babo, el dueño del carrusel, estaba montando de nuevo la que sería la última parada del estío, un pueblo en la ladera, desde donde podía ver casi todas las aldeas por las que había pasado de feriante a lo largo de la temporada. Trabajaba temprano y como un autómata, primero los cuatro pares de elefantes, segundo los feroces tigres con las bocas abiertas congeladas, tercero, las esbeltas jirafas de pestañas rizadas, cuarto, los solicitados caballos, tres pares de garañones blancos y tres negros, y así toda la fauna.
Babo agarraba uno, lo claveteaba en la tarima, lo montaba a horcajadas para asegurarse del ajuste y continuaba con otro..., pero cuando iba ya con el último alazán negro, notó algo muy extraño: el ojo de la bestia estaba perforado, como roído cuidadosamente por un gusano, se había comido totalmente la bóveda. La imagen del caballo tuerto le sobrecogió, pero no pudo evitar la tentación de observar de cerca el abismo negro que se abría a través del globo ocular. Sopló convulsivamente hasta que una nubecilla de serrín hizo emerger una forma enorme del agujero cóncavo, la víbora cayó con ruido sordo y se perdió, zigzagueante, bajo el entarimado.