Aquí, bajo aquella carpa levantada junto a la vieja ermita, en el mismo descampado donde tendían y remendaban sus ropas las mujeres. No pude entrar nunca. Pero ví sus caras clavadas en los postes de la luz (viejos postes de madera con las heridas de las botas de hierro de los electricistas, escaladores vestidos de azul). Me quedaba mirando las fotos de las artistas, sus labios rojos, sus pechos blancos, casi a punto de desbordar unos escotes con encajes de estrellas. Cabareteras, equilibristas sobre altísimos tacones. No sé siquiera si eran prostitutas aquellas mujeres que llegaban cada año a la ciudad para que los hombres, por la feria, aprendieran a soñar. Las luces brillaban bajo la lluvia. Yo era un niño y la carpa roja bajo la que actuaban Manolitan Chen y las demás era como un tibio barracón portátil donde el pecado carcomía las entrañas.
El circo fue, sin embargo, la primera carpa bajo la que pude cobijarme. El aroma era más turbador que el de los Oficios de Semana Santa. Excrementos de elefantes, sudor de tigres y leones, ropa tendida que nunca acababa de secar, gradas de madera que ya no recordaban haber sido árboles, franjas azules, triángulos rojos y blancos, pernos, fritangas, humo de comida antigua. Pero allí volaba en los brazos de Pinito del Oro y se me helaba la sonrisa cuando aullaba Charlie Rivel. Y era entonces el niño de la primera barraca del mundo, los hombros blancos y quebradizos, y no me dolía el cuello al mirr al cielo, el surco de los reflectores buscando aviones enemigos, la esbelta figura de las trapecistas jugándose la vida a pesar de la red.
Sin embargo, por más que aprieto aquí, donde dice "apretar en caso de mala memoria", no consigo recordar el primer teatro de mi vida. Hasta que llegó un polaco que no voy a nombrar por respeto a su nombre y a mis amigos, y cometí ese error de pensar que era la misma emoción que había estado buscando desde aquella carpa roja junto a la vieja ermita. Había luz, acaso bailaban dentro, la música llegaba nimbada, como en sueños, y un rumor de animales en invierno perfumaba el aire. Pero pronto anochecía. "¡Vas a llegar tarde a casa!". Ahora que puedo llegar tarde a casa, ahora que podría estar solo en aquella carpa roja estremecida por el viento, no queda ya ni rastro de mis recuerdos. Tengo que aprender a olvidar...