A vueltas quietas
“Necedad… necedad para… para qué… cómo se dice… necedad de esto… todo esto… necedad desde todo esto… de todo esto… entrever al parecer… entrever… necesidad al parecer de entrever… tenue a lo lejos allá lejos que… necedad de necesitar al parecer… entrever tenue a lo lejos allá lejos qué… cómo… cómo se dice… cómo se dice…”
“En una fiesta, un presunto intelectual inglés me preguntó por qué escribía siempre sobre la angustia. ¡Como si fuese perverso hacerlo!... Me marché de la fiesta en cuanto pude y tomé un taxi. En la mampara de cristal, entre el taxista y yo, había tres rótulos. En uno se pedía una caridad para los ciegos, en otro una ayuda para los huérfanos, en el tercero un donativo para los refugiados de guerra. No hay que ir muy lejos para buscar la angustia. Nos grita a la cara dentro incluso de los taxis de Londres”
“Paradójicamente, es en la forma donde el artista puede encontrar una solución de alguna clase. Se trata de dar forma a lo informe. Probablemente sólo en ese sentido podría existir una especia de afirmación subyacente”.
“Godot se lo pasa pipa al lado de esta desolación y esta penuria: (“Dios me valga, otra cosa no sé hacer”)”
Finnegans Wake
“Anhelar la mente susodicha largo tiempo perdida para el anhelo. La susomaldicha. Hasta ahora susomaldicha. A fuerza de largo anhelo perdido para el anhelo. Leve anhelo en vano aún. A más leve aún. A lo levísimo. Leve anhelo en vano del mínimo anhelar. El mínimo anhelo indisminuible. Inaquietable mínimo en vano de anhelar aún.”

Por Fin Teatro

Una página web dedicada al teatro, a mis pensamientos y a los de Samuel Beckett. El teatro como forma de vida...

EL TEATRO VACÍO

     Contemplarse en el alza cero de los francotiradores, con las palabras como un arsenal para filtrar la progresión del teatro en los recintos de la ciudad. Entrar en un teatro cerrado como se profana un panteón, pero con otras inquietudes, sin el acento circunflejo de Dios sobre el umbral. Ahí está el patio de butacas en sombras, y el espacio vacío. Cabe un aplique accesible para iluminar levemente el escenario. Con la candidez de la luna a través de una claraboya. Ojalá fuese cierto. Desde el patio de butacas de un teatro clausurado los espectáculos desfilan como por el mármol de un forense. Pero en mis manos tiembla el instrumental del hermeneuta. Entrar en un teatro cerrado como se acaricia la piel de una chica desconocida en la parte más trasera de un autobús en marcha.
     Y los teatros blanqueados, los teatros como nuevos inmuebles, los teatros como esa puerta franqueable bajo los títulos de crédito y las otras advocaciones. Los teatros fuera del circuito de las alarmas, del alto voltaje de los conciertos más arduamente urbanos, o de las salas de cine, o del video y los otros inciensos donde se depara el equilibrio voraz del año. Los teatros edificados sobre solares arrancados al cardo y a la ortiga, al especulador y al cronista del tiempo. Y los espacios vacíos. En un espacio vacío se convocan las huestes, pero ¿con qué texto se recupera el sabor de la palabra?

     La palabra devorada por el silencio estridente de la modernidad. La palabra subsumida en la voraz falacia de la imagen que vale por mil palabras y acaba exangüe, devorada por los hijos de su propia fugacidad, autofagia de lo efímero. La palabra sin eco en los cenadores, desamortizada groseramente por los usuarios del trono actual. Y los directores suplantando la inexistente estatura del autor, muerto o desterrado como para siempre de la ambición que antes suscitaban los estrenos. Los directores como propietarios de la arena en el desierto de Gobi de la esperanza, rascándose las pulgas del arte con todas las abuelas pariendo sin cesar. Y los actores mamando esa leche agria. Los actores como polizones que ascienden en el magma de la miseria y que en un golpe de suerte oficial alcanzan la pléyade de una gira subvencionada, o un estreno comercial que va a resarcir el estiaje de los patios de butacas. Los actores y su narcisismo. Los actores y su fama sobre el estricto esqueleto del hambre. Los actores y los mercados rehabilitados como utopía, entre la prehistoria del olor a pescado y la vanguardia de los vertederos. Los actores como nuevos cristianos. Las actrices como meretrices que chupan y tragan espasmos por ocupar un puesto fijo que les libere del hambre a costa de liquidar en este vida cuanto hubo alguna vez de fantasía compartida. Los actores que se desconsuelan escenógrafos. Los escenógrafos después de las horas de oficina, entre la orina fénica de los vástagos y esas maquetas que indagar para cuando el teatro del arte se desmantele de Moscú, cuando el siglo era otra cosa y se reconstruya aquí, en estos pagos, donde el teatro vacío y aún por construir es otra elocuencia, otro ritmo que atesora los astrágalos del observador. La vigilancia del que mira con el cuaderno entre las piernas, como un sexo frío, como un albacea del último propietario: un vistazo antes de la demolición, de convertirlo en garaje. ¿Un teatro para automóviles?
     Y la civilización devorando comestibles como productos de limpieza, y productos de limpieza como aditamento para que después los perfumes faciliten el bricolaje y un amor que llene la vida de sentido. Y los teatros, mientras la silla eléctrica vuelve a funcionar, las querellas recorren el hilo telefónico como la pólvora de antaño. Y la beatería se surte de pañales como detentes, para librar a la Santísima y a Dios Nuestro Señor del fogueo de unos teatreros sin Artaud ni Marqués de Sade. Los pagos fríos, como el espacio, mientras por la acera los jóvenes van confeccionando sus declaraciones alícuotas de maría, sus atracos a mano armada, sus héroes de metacrilato, o se hacen escasamente terroristas, o menudean bajo los soportales, mueven sus caderas como se escriben unas memorias que no quieren escribirse, ni hacerse retratos bajo la nieve. Mientras el teatro vacío es ese espacio helado ante la mirada, y las butacas silenciosas, como el gemido de ella cuando se prefiere el cuello y la hierba crece luego alrededor, como sobre la vía muerta, como sobre los cadáveres. Y la crítica que dura, que a veces suspende el ánimo, hace su vista de pájaro y diagnostica esa dolencia que nos hunde en el odio, en los lamentos, mientras se atornilla de la esperanza al suelo de la vida: espectáculo que ha de regresar del enlatado, de las cintas, de los refugios de los hogares donde se trasciende la cerveza y el grillo televisivo como un chisporroteo que va aniquilando lentamente a nosotros mismos, que nunca nos quisimos ni apocalípticos ni integrados, sino todo lo contrario.
     Y el humor, el lirismo abrupto, las historias como operaciones a cielo abierto y música de Ricardo Wagner y sentimiento, y quién sabe si los actores milimetrados de un polaco o la danza que va triturando la palabra, con el cansancio de la razón, de la inteligencia despeñando su mecanismo en medio de la jungla de los días cuando creíamos en alguien que ahora nos da la puñalada trapera y nos arrebata la esperanza en el centro del patio de butacas, ahí, donde el espacio vacío alcanza el resonar nocturno de las aceras, ahí bajo el reóstato que los focos obedecen, donde una historia cabe y el autor trascribe pulsaciones y trolebuses de azul y violencia, ahí donde el director se coge la cabeza entre las manos y maldice, ahí donde respiran los actores, se tocan, se equivocan, empuñan la palabra y perecen en un obsequio inigualable, ahí en el fervor equívoco de los aplausos, ahí dentro, en ese teatro. El teatro como un bosque de coníferas, donde los elementos se dan cita y el mar se atisba, donde la galerna encalla barcos de acero sobre una playa y los actores se aman y se hieren, donde las historias que nos cuentan cobran vida y nos seduce el desequilibrio en la cuerda floja del dinero, de las ideas acerca de nosotros mismos, del desconocimiento de quienes nos rodean y nos latigan con los sentimientos en carne viva, o una forma distinta de dejar hablar al perro de la lengua o al gato de los muslos. Teatro que ha de latir, de desprenderse de los hongos que durante tantas sucias primaveras brotaron en las cuevas de los teatros, abonados con el excremento melancólico de todos los caballos castrados, ungidos a la noria del hastío, como el reloj más deshabitado.

PERIFERIA, de Juan Troyano Hernández
"TRÍPTICO": TEATRO CONTRA VIOLENCIA DE GÉNERO

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