Entre las juntas de las baldosas empezaba a surgir el verdor de la hierba que se rebelaba contra aquella barrera puesta entre ella y el sol. Pequeños brotes apenas invisibles que poco a poco iban dando pinceladas, como cuadraditos verdes entre tanto gris, entre cenefas indescifrables como jeroglíficos egípcios.
Paseaba mirando al suelo, las manos en los bolsillos, pensando en cualquier otra cosa que no fuera ver crecer la hierba entre los adoquines, allá enmedio de la calle donde surgía una grieta. Debajo había vida, sólo habia que sacarla, picar la calle, hacer hondos agujeros por donde pudiera expandirse la epidemia verde.
Hacía frío, pero él no lo sentía. Había cierto murmullo de coches allá por el centro de la ciudad, pero en la periferia parecía como sonido ambiental, lejano. En la periferia no tenía que ir por la acera esquivando a viandantes dislocados buscando no llegar tarde al trabajo. Hombres trajeados con maletín, mujeres con minifaldas y medias seminegras, que tal vez iban con la mente puesta en como conseguir que su jefe estuviese contento con ellas. Por eso se habian puesto su mejor y más bonita y cara ropa interior.
Nadie la empujaría a ser acosada, pero tal vez ella podría sugerirle cruzando las piernas sentada sobre la mesa. Tal vez el director general tuviera la idea de tocarlas, de rozarlas al pasar. Tal vez ella sería imprescindible como objeto decorativo en aquella gris oficina, que toda ella era un “riiinngggg” telefónico.
En la periferia las mujeres no piensan en esas cosas.
En la periferia salen con el carrito de ruedas gastadas, al Lidl, al Mas y Mas, con la bata puesta, e incluso algunas con los rulos a comprar marcas desconocidas de leche, galletas integrales contra las piernas que engordan por momentos. Ellas no ofrecen piernas a sus jefes.
Ir al centro era toda una aventura, como cuando Hernán Cortés apareció en Méjico. Entonces dejaban el carrito en casa y se ponían sus mejores galas, abrigos grises gastados, pelo repeinado y zapatillas que antes habia lavado porque estaban llenas de pelos del perro.
Cada escaparate es una pantalla de cine donde se pueden ver los imposibles, mientras instintivamente se echaba mano al monedero. Con toda seguridad no compraría nada, pero sus ojos y su visión eran gratuitos. Extrañas en otro hábitat, deseando que vuelva el de las 13.30 para regresar a su periferia.
Aquel hombre, manos en los bolsillos, bien vestido, bien peinado, habia tirado su maletín lleno de “valiosos” documentos, detrás de aquel seto verde. Probablemente algún niño lo encontrase, lo abriese y con los balances hiciese recortables o avioncitos de papel, de esos que antes de echarlos a volar le echaban el vaho en la punta para que llegasen más lejos.
Nadie sabe como ha llegado este hombre a la periferia, pero el caso es que está allí, caminando, sin pensar. En el centro, en la oficina, una silla vacía y un hombre voceando y preguntando si alguien ha visto a Ramírez.
Pero Ramírez está bien lejos de allí. Se pregunta qué hace en aquellas calles deshabitadas, con viejos zorros como vehículos aparcados a ambos lados, como un museo de autos locos, abollados y que seguramente no durarían 100 kilómetros más sin tener que enviarlos al desguace.
Ramírez no ha perdido su trabajo. Quería sortear la rutina, ver si entre las 8 y las 3 hay vida en otras partes. La hay. Triste periferia, pero más tristes son esas cuatro paredes, y Fernández que le mira con desprecio, que desea su mal como un Lucifer en la mesa de al lado deseando mandarlo a las puertas del infierno.
A la mujer de Fernández en cierta ocasión la conoció Ramírez. No recuerda cuando, pero la vió. Mujer pobre con aspecto de rica, bolso de imitación comprado en los chinos. Una toca negra sobre sus hombros para disimular su obesidad, cara con papada y ojos claros repintados de negro en sus bordes.
Sí, ahora lo recordaba, la vió una mañana que fue por la oficina a decirle no se qué cosa a su marido, algo de que iba a comprar y que volvería tarde, que tenía la comida allí sobre la mesa, que utilizase el microondas y se la comiese solo.
La mujer de Fernández se fué, de compras dijo. No.
Raúl Alcalá, nacido, criado y malvivido en la periferia miraba el reloj. Se estaba tardando, pero la vió llegar, mirando a uno y otro lado para cerciorarse de que nadie la vería. La mujer de Fernández entró en la vieja pensión, Raúl Alcalá detrás.
Habitación 7.
Se comían, se besaban como si fuese el último día, como si el calendario Maya hubiese dictado el fin de los dias para el dia siguiente. Desnudos sobre la cama sin deshacer, las ropas tiradas en cualquier lado. Sudor, gritos de gozo, sexo sin límites. Nada de amor.
Fernández se comía los macarrones recalentados. “Mi mujer es una mina”, “vale mucho esta mujer que tengo”.
Ramírez seguía caminando, la calle parecía interminable allá adelante. La periferia es así, es el desierto, son los callejones diferenciados cada uno de ellos por el olor. El callejón de los orines, el callejón de la mierda, el callejón de los vómitos, el callejón de la vieja pensión.
Arriba Alcalá y su acompañante follaban. Abajo Ramírez lo percibía, lo escuchaba nítidamente, pero en la vieja pensión nadie se escandaliza, pasa todos los dias.
Ramírez sabe que ella está alli. Ahora mismo podría destrozar la vida de su Lucifer y de su mujer, solo bastan unas palabras para que el camino recto se tuerza. Ya había torcido el suyo, ¿Por qué no podría torcer el de su compañero y enemigo de oficina?
Déjalo estar Ramírez, coge el tren y vete lejos. Fernández jamás se enterará y tú siempre le recordarás como el cornudo de tu compañero. Tal vez le esté bien empleado.
En ese momento, un niño había descubierto su maletín tras aquel seto. Lo demás es otro cuento, que en otra ocasión narraré.