Yo, Hemón, que amé a Antígona hasta el delirio. Yo, que la esperaba en el quicio de los atardeceres desde las cinco de la mañana para, tres horas después, verla salir de su casa (y ella siempre detrás del marido para hacerme pensar que él no le interesaba mucho) heme aquí, ahora, revolviéndome en este sarcófago de despecho (si al menos estuviera acolchado), recordando las noches en que ella, Antígona, se paraba en la ventana de su dormitorio para verme escribir sobre mis rodillas, sumido en el más sublime de los sufrimientos. Entonces todo era motivo para la lírica y hasta la inmundicia se tornaba poesía.
Déjame decirte, oh Antígona mía, que nunca te dije que te amaba para salvar este poema. Haz que conserven el calor de los que te dejaba en el cristal delantero de tu coche, pues las tumbas del cementerio no tienen limpiaparabrisas.